
Imagina que estás caminando por un campo dorado al atardecer.
La luz del sol acaricia tu piel como una promesa.
Sientes el crujir suave de la tierra bajo tus pies descalzos.
Cada paso te acerca a un lugar que solo tú puedes ver.
A lo lejos, aparece un árbol.
Es inmenso.
Sus raíces se hunden hasta el corazón del mundo.
Sus ramas se alzan como brazos que lo reciben todo.
Te acercas y colocas tu mano sobre su tronco.
Una energía tibia sube por tu brazo.
El árbol comienza a mostrarte imágenes:
– Ríos que fluyen sin resistencia.
– Manos que dan y reciben.
– Semillas que se transforman en jardines.
Todo eso… también eres tú.
Frente a ti, aparece una figura luminosa.
Te ofrece una vasija.
Es tu recipiente interior.
El símbolo de cuánto puedes contener.
Lo observas…
¿Está rota? ¿Llena? ¿Vacía?
Sin juicio, la sostienes con amor.
Entonces, desde el árbol desciende una lluvia de luz líquida.
Cae sobre tu cabeza.
Llena tu corazón.
Llena la vasija.
Repite internamente:
“Estoy listo para sostener lo que me pertenece por derecho del alma.”
“La vida me sostiene.”
“Recibo con gratitud. Entrego con alegría.”
Quédate ahí un momento, bebiendo de esa frecuencia.
Siente cómo tu campo energético se expande.
No por avaricia… sino porque estás recordando tu naturaleza fértil.
Cuando lo sientas, agradece al árbol, a la tierra, a tu alma.
Vuelve con suavidad.
Trae contigo la sensación…
de que todo ya está dentro de ti.
